EL NOVIO DE LA MUERTE

EL NOVIO DE LA MUERTE

Por fin tenían la sensación de que después de muchos intentos, habían conseguido
un trabajo donde Miguelíto se sintieran a gusto. Emilia y Pepe veían con un cierto placer, como cada día cuando las manecillas del viejo reloj de la sala de estar marcaban las siete de la tarde, Miguelito volvía de su nuevo y flamante trabajo.

Su rostro, sus manos, sus ropas teñidas del negro rastro de tinta, delataban una dura jornada en “La Española, una imprenta de solera implantada en Alcazar hacia 30 años y que por entonces dirigía un intimo amigo de Pepe. Aparte de informar en su hoja dominical de los últimos cotilleos del protectorado Español en Marruecos y dar alguna novedad de la vida social en la Península. “La Española “ofrecía una oportunidad a aquellos jóvenes aprendices que tuvieran ganas de labrase un seguro y prospero futuro en el mundo de la tipografía.

A Emilia que en aquel corto plazo de tiempo le habían florecido los sentimientos maternales sintió verdadera satisfacción cuando aquel sábado por la tarde, Miguelito le entrego un sobre con cincuenta pesetas, el sueldo íntegro de toda una semana de trabajo. El placer de deber cumplido sentía aquella pareja de recién casados que desde la vuelta de su viaje de novios de una semana en la ciudad internacional de Tánger, tuvieron que asumir la responsabilidad de la tutela de Miguelito “el rubio “, el hermano menor de Pepe. Un joven de diecisiete años, esbelto, del piel dorada, el cabello rubio brillante, extrovertido, alegre, charlatán. Huérfano de padre y madre a temprana edad y hasta entonces criado y mimado por una tía solterona que cansada de las fechorías de Miguelito, aprovecho su vuelta a su ciudad natal Cádiz, con la escusa de que tenía la obligación de hacer compañía a su hermana que había enviudado unos meses atrás.

Aquel domingo, a la salida de la sección de tarde de cine, Pepe no quiso desaprovechar la ocasión de saludar a Porras, el director de “La Española” y agradecerle el puesto de trabajo de durante la última semana había hecho tan feliz a mis padres. Cual fue la sorpresa cuando después de responder al afectuoso saludo de mi padre, Porras le informo que Miguelito solo había trabajado dos días en la imprenta y al tercero se había presentado con una carta escrita de puño y letra de mi padre, donde le agradecía las molestias tomadas e informaba que Miguel, después de su corta experiencia con el mundo laboral, había decido sabiamente volver al instituto. Una vez más Miguelito les había tomado el pelo, pero aquella misma noche decidieron que le darían una lesión, no sin antes averiguar cómo había conseguido engañarles durante toda una semana.

Aquel lunes por la mañana, con la escusa de que se había dormido, Pepe salió de casa minutos antes de las nueve de la mañana y a pocos metros del primer cruce de calles, agazapado discretamente tras unos arbustos espero la hipotética salida de Miguelito para su trabajo. Como había hecho durante toda la pasada semana, Miguelito se despidió de Emilia con un beso en la mejilla y puntualmente a las nueve de la mañana se encaminó hacía “La Española”. Sin sospechar que desde ese mismo instante su hermano mayor, vigilaba todos sus movimientos a una prudente distancia para no ser visto.

No llevaba recorrido más de dos manzanas, cuando se desvió del Camino lógico hacía la imprenta y puso rumbo al barrio de las casas baratas.Barrio que conocía como la palma de su mano derecha, pues allí había vivido con su tía María toda su infancia. Pronto se encontró con sus amigos de toda la vida, lo mejor de cada casa, jóvenes marginados con problemas de integración en una sociedad por aquellos tiempos todavía dictatorial y severa, con todos quellos que exigían algo más de libertad. Los años cuarenta no eran buenos tiempos para aquellos que sin saberlo tenían un alma “hippie”.

La mitad de la mañana Miguelito y sus compinches, la pasaron sentados al sol en el cruce de la calle Real con General Mola, fumando, bromeando y haciendo alguna que otra gamberrada al pobre transeúnte de turno que bajo el tórrido sol del mediodía, pasaba cerca de ellos. A medio día se dirigieron al zoco y mezclados entre el ir y venir bullicioso de porteadores de todo tipo de alimentos, aguadores con sus pellejos rebosantes de agua fresca, soldados de regulares, legionarios, prestamistas, amas de casa, músicos, saltimbanquis.
Aquel era el lugar donde concurrían y se mezclaba todo el pueblo. Musulmanes, cristianos y judíos, civiles y militares, blancos y negros, ricos y pobres, niños y viejos, que inundaban en aquella hora punta las estrechas callejuelas del corazón comercial de Alcarzarquivir.

Pepe había marchado hacía su trabajo poco después de comprobar que Miguelito se había reunido con sus compinches, pero con el propósito De seguir a última hora de la tarde los pasos de su hermano menor. Como sospechaba durante todo el día, allí estaba, en medio de la plaza Real. Entre soldados que al toque de paseo, habían salido puntualmente de sus cuarteles. Chicas del servicio doméstico, que aprovechaban la pocas horas libres que disponían antes de la puesta del sol, hora en la que debían volver para servir las cenas.
Niños que paseaban de mano de sus doncellas, jóvenes que salían del instituto. Vendedores de helados, barquillos, pipas, altramuces, dátiles, pasas y todo tipo de frutos secos que se consumían en aquellas horas de la tarde cuando el astro rey empezaba a recorrer su paseo hacía el ocaso.

Como era de prever, cuando el reloj del ayuntamiento marcó las seis treinta, Miguelito se despidió del grupo de colegas que ahora era más numeroso. Se encaminó dirección Sidi Bugali y antes de doblar la esquina y caminar hasta el número uno de la carretera de Larache, donde vivía con Emilia y Pepe, se paro mirando a los cuatro puntos cardinales, sacando de su lugar un ladrillo del muro del cementerio, cogió un trapo mojado en tinta de imprenta y estratégicamente como el guerrero que se prepara para el combate se fue manchando la frente, los pómulos, la barbilla, el cuello, las manos y parte de la ropa de trabajo que cada noche Emilia tenazmente lavaba para que Miguelito fuera cada día aseado y reluciente.
Fue enorme la sorpresa, cuando como todas las tardes Miguelito salió de la ducha reluciente y vio en medio del salón a Emilia llorando y a Pepe con el trapo manchado de tinta, que durante toda una semana había utilizado para maquillar su rostro y sus ropas durante la falsa semana laboral.

Tras un largo discurso sobre moralidad, confianza y decepción Pepe amenazo a su hermano menor con que aquella noche no saldría a la calle no cenaría y que a la mañana siguiente el mismo se cuidaría de meterlo en un tren para enviarlo de nuevo con su tía Isabel en Cádiz , lo cual significaba que se disponía a realizar un largo y pesado viaje hasta la península, lejos de aquel lugar que hasta la fecha había sido su hogar, lejos de sus colegas y una vez más bajo la tutela de su tía solterona, que aunque le permitía algunos caprichos, no dejaba de machacarlo con discursos judeocristianos, llenos de amenazas bíblicas y finales apocalípticos en las purificadoras llamas de los infiernos.

Pasaron los años, Emilia y Pepe no dejaron nunca de estar en contacto con Miguelito a través de la tía Isabel, jamás faltaron las cartas dando ánimos y alguna ayuda económica. Tampoco faltaron otros contactos esporádicos pues no había circo, compañía de teatro o feriantes que llegaran a Alcazarquivir por las fiesta de primavera, que no apareciera Miguelito en calidad de cuidador de elefantes, tramoyista, rapsoda, o cualquier otro oficio que le diera la oportunidad de presentarse por sorpresa en casa de Emilia y Pepe. Toda su vida, mantuvo el poder de aparecer en escena en los momentos más inoportunos. Aprendiz de de casi todo, maestro de nada.

Jugábamos en la calle en una mañana otoñal, de esas en las que el astro rey a duras penas hace algún giño. A lo lejos vimos un tumulto de gente que se arremolinaba engrescada mente. Corrimos hasta ellos y en un zic zac mi hermano y yo nos colocamos en primera línea del alboroto. Allí estaba, ocupando el centro de atención. Una alta figura, de tez dorada por el sol y larga barba pelirroja. Un uniforme militar de color verde vejiga. La camisa remangada hasta los bíceps, marcados ambos por llamativos y coloreados tatuajes. Los botones del pecho permanecían abiertos, dejando ver una poblada mata de pelo. Botas y cinturón negro con una gran hebilla. De pronto alguien grito “Es un legionario». Aquello me impresionó, pero quedé totalmente paralizado cuando aquel personaje, solicito si alguien conocía a José Fernández Vidal. Con voz apagada y casi sin poder hablar, le indiqué que era mi padre.
Resulto ser mi Tío Miguel, el único hermano de mi padre del que solo sabía que en su juventud fue la oveja negra de la familia. Vivió durante dos meses como un miembro más de nuestra familia en el barrio de la trinidad vieja donde a falta de lujos y confort, disfrutamos de mil y una anécdotas increíbles que nos contó de su dilatada experiencia como caballero legionario en el desierto del Sahara. Nos alentó en el amor hacía nuestros padres, pues el solo mantenía un recuerdo confuso de los suyos. Nos dejó patente el cariño y respecto que sentía tanto por su hermano mayor, como por Emilia a la que quería como una verdadera madre. Los meses de permiso que disfruto en la ciudad condal llegaron a su fin y de nuevo se incorporó a filas, sembrando en nuestros corazones un profundo sentimiento de amor y admiración.

Pasó el tiempo y mi tío Miguel se convirtió en la persona responsable que tantas veces Emilia y Pepe habían soñado. Trabajo en el mundo de la hostelería, consiguiendo ser un empleado ejemplar en uno de los grandes hoteles de Canarias. Se casó y tuvo dos hijos, fue un buen esposo y un buen padre. En el transcurso de los años, disfrutamos de su compañía y la de su familia algunos veranos, pero siempre recordaré con que valentía realizo el último viaje a Barcelona. Vino exclusivamente a despedirse de su viejo hermano enfermo de Alzheimer, tuvo muy claro que no volvería nunca más a disfrutar de su afecto, de su amor, de su respecto. Él ya era consciente de que el cáncer que sufría en sus propias carnes, tampoco respetaría al novio de la muerte.

FIN

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