LA COMETA

LA COMETA

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Ya habían transcurrido varias horas, desde que las últimas luces del día  habían recortado la silueta de la montaña de Montjuich. Los tonos celestes del cielo fueron tomando unos matices violetas anaranjados, poco a poco,  se convirtieron en un rojo brillante que impedía ver la silueta del astro rey cuando este se acomodaba bajo la línea del horizonte.  La oscuridad se había adueñado del corazón del Muelle de San Beltrán. En el firmamento lucían las estrellas. La luna nos observaba con todo su esplendor, como si realmente le interesaran las conversaciones que aquella noche se mantenían en el patio de mi casa. Aquel verano, se nos antojaba como el más caluroso de los últimos años.  La humedad bochornosa en el ambiente,  aumentaba la sensación de calor. Hasta nuestros olfatos llegaba entremezclado el dulce perfume de jazmín con el fresco aroma a menta recién cortada por la abuela María que ya  se disponía como todas las noches de verano, a servirnos un dulce y caliente té moruno.

Como a modo de minúscula Ágora, Emilio y yo ocupamos los tres escalones  que conducían hasta la puerta de nuestro hogar. A nuestra derecha, justo delante del arriate  rebosante de geranios rojos sentados  sobre bajas sillas de anea, mis padres, los Porras y los Garcías. Amigos de toda la vida con los que recordaban los años de bonanza vividos en el lejano pero nunca olvidado Protectorado de Marruecos y con los que compartían el presente incierto que la Ciudad Condal les brindaba.

A la izquierda, postrados sobre el cemento todavía fresco, como todas las noches mi padre había regado las plastas, estaban Juan Manuel, Maribel, Pepe Luis y Maribel Porras y Paco Corrales con su nueva y flamante novia anglosajona. Los dos grupos claramente separados por esa distancia justa que permitía mantener una  cierta intimidad en la conversación  y a la vez, te daba la oportunidad de replicar cualquier comentario chistoso o irónico que a veces se dedicaban entre ellos, en ocasiones a modo de critica, otras veces en un tono  burlón.

 Nosotros no entendíamos muy bien aquel estallido de carcajadas y risas cómplices  que siempre soltaba el grupo después de que mi Padre,  contara un chiste o Porras relatara una de aquellas historietas de su pueblo natal. En cambio las conversaciones de los jóvenes, siempre eran sobre ese maravilloso futuro que estaban a punto de descubrir. También hablaban de música italiana y francesa,  que por aquel entonces dominaba con grandes baladas el mercado español. Se hablaba de Rock and roll , el ritmo llegado de Estados Unidos y que estaba revolucionando los guateques de la tarde del domingo. Había  defensores de la música nacional como mi hermana Maribel, que era una fan acérrima de Rafael. Pero sobre todo,  se comentaba sobre la música de un grupo ingles que comenzaba a oírse en España. Rápidamente eran descalificados por mis  padres y sus amigos, por ser un grupo de cuatro melenudos que aporrean guitarras eléctricas. ¿ Que futuro podría tener un grupo,  llamándose los escarabajos ?.

Con la entrada de la madrugada, una refrescante brisa marinera llegaba casi accidentalmente desde la bocana del puerto. Consiguiendo que, las ganas de conciliar el sueño fuera una idea más apetecible. Momento que mi padre aprovechaba  para pedirnos que nos despidiéramos del grupo y para que cumpliéramos su petición, nos hacia  una promesa a modo de chantaje emocional: “ mañana iremos ha coger cañas, para hacer una cometa”

Aquella noche soñé con cometas. Con grandes cometas de brillantes colores que Emilio y yo hacíamos surcar en el cielo de norte a sur. Entre nuestras manos, como pequeñas norias de feria, manteníamos  fuertemente los carretes que giraban velozmente emitiendo un fuerte silbido.  Poco a poco soltábamos cada vez más hilo, consiguiendo que entre el movimiento serpenteante y la fuerza del viento, las cometas fueran tomando cada vez más altura. De  repente y con un movimiento suave, despegamos los pies del suelo. En unos segundos nuestros pequeños cuerpos se  elevaban tras las cometas, , hasta alcanzar la altura de las nubes.  Como si de una montaña rusa gigante se tratara, subíamos hasta el cúmulo más alto para caer a velocidad de vértigo hasta el nimbo  más bajo. Una tras otra recorríamos todas las nubes de aquel parque de atracciones flotante. Aquella actividad frenética nos causaba una sensación de liberta total y nuestras caras se convertían de iconos de la felicidad.

A  vista de pájaro las pequeñas embarcaciones, parecían estrellas fugaces, cuando tras ellas dejaban brillantes estelas al surcar las tranquilas y azules aguas del puerto de Barcelona. Más allá, realizamos un giro violento para no rozar el dedo de Colon y  poder  sobrevolar la vertical de las Ramblas y recorrerlas desde la Puerta de la Paz hasta la céntrica Plaza de Cataluña.  Tomamos dirección al Tibidabo y echando la vista atrás, nos percatamos que ya no volamos solos. Como salidos de la nada, tras nosotros mil y una cometas de brillantes colores. Tras ellas , al otro lado del hilo, mil y un niño disfrutaban felizmente de aquel vuelo.

De repente, oigo un pequeño chasquido, me percato que el hilo de la cometa se ha roto. Sin  poder impedirlo noto que mi cuerpo  cae velozmente hacía el vacío. Una sensación terriblemente angustiosa se adueña de todo mi cuerpo, la distancia hasta es suelo se va reduciendo velozmente, movimientos bruscos, luz cegadora y una voz que grita repetidamente mi nombre………. Josemari, Josemari, Josemari.  Emilio esta votando sobre mi cama, grita mi nombre , un sol radiante entra por la ventana de la habitación. Ya es de día.  Corremos en pijama por el pasillo, el aroma a  café recién hecho invade toda la casa. Damos los buenos días a mi madre y a la abuela María , nos acomodamos en la pequeña mesa  rectangular que preside la cocina, y desayunamos.

 Alborotadamente y de una forma precipitada empezamos a solicitar a mi madre todo aquello que nos ara falta para fabricar nuestras cometas. Papel de periódico, hilo de cáñamo, trapos viejos. Una botella con agua, un poco de harina, un recipiente viejo. Mi madre como siempre nos calmo y nos hace notar que mi padre esta trabajando y no llegará hasta la hora de la comida, por lo que tenemos por delante una larga mañana. Poco a poco conseguimos, entrar en la cotidiana rutina de aquellos largos y tórridos días de verano. Montamos en bicicleta, en rigurosos turnos, ya que solo teníamos una para los dos. Jugamos al balón. Y nos vamos entreteniendo con mil juegos que conocíamos. Sobre las once de la mañana, se presentaron en el patio, Antoñito y Mariluz.eran compañeros esporádicos de nuestros juegos.

Mariluz  era una niña desgarbada, flaca, con gafas y extremadamente introvertida. Pero sobre todo entre ella y yo existía un detalle que la mayoría de amigos de mis padres me hacían notar en cada momento.Y es que siendo los dos de la misma edad,  Mariluz era dos palmos más alta que yo. Esta circunstancia marcaría posteriormente mis contactos con las chicas. Jamás tuve el valor para relacionarme  con ninguna que me superara en altura. Menos mal que la madre naturaleza es sabia, y con el tiempo crecí lo suficiente  para poder mirar de  tu a tu a Mariluz.

Antoñito, era dos años mayor que yo, al igual que su hermana era un niño introvertido. Desde muy pequeño usaba gafas, lo cual le dio siempre un aire de niño empollón. Era un estudiante ejemplar, que sacaba matriculas de honor en todas las asignaturas. Recuerdo como el Sr. Antonio, padre de Antoñito, nos echaba en cara que mientras nosotros  jugamos alocadamente al escondite entre las estibas de balas de algodón y árboles tropicales , su hijo ya había leído el Quijote, la Iliada y la Odisea. De esa forma y a una edad tan temprana, ya supe que la parte izquierda de mi celebro no seria la que dominara. Siempre fui conciente de sería  un estudiante mediocre. Durante todos los años que curse estudios, Antoñito fue el ejemplo a seguir que mi padre me ponía, cuando yo le presentaba mis pésimas notas.

Tan solo una vez, me sentí superior a mi compañero de juego. Fue aquel día que me pidió que le enseñara a montar en bicicleta. Aquella si era una materia que yo dominaba de una forma innata. Dedicamos toda una mañana para que Antoñito consiguiera desplazarse más de medio metro sobre la bicicleta. Era difícil entender porque aquel ser tan privilegiado para el estudio teórico, era incapaz de pedalear en el sentido de las agujas del reloj.   Entre gritos y risas salimos todos corriendo tras Antoñito,  cuando por fin  este consiguió,  no sin dificultades mantenerse en posición vertical sobre la bicicleta. 

Descansábamos sentados en los escalones, los mismo que ocupábamos la noche anterior, cuando contamos a nuestro amigo que esa misma tarde iríamos con mi padre a recoger cañas a Casa Antunez.Y que con la ayuda de él haríamos unas enormes cometas, por lo que les invitamos a que nos acompañaran y los citados allí mismo a las cinco de la tarde. Ellos marcharon hacia su casa, mientras nosotros, burlonamente comentábamos lo torpeza de Antonito sobre la bicicleta.         A las doce del mediodía  y como el resto de muelle de San Beltran paramos nuestra actividad para repostar fuerzas. Pasamos por la cocina y allí recaudamos algún trozo de pan con chorizo o cualquier embutido que se encontrara a nuestro alcance.También solíamos requisar alguna pieza de fruta fresca, que nunca faltaba en nuestra nevera y en nuestra dieta.

 Sentados una vez más sobre los tres escalones, como si fuéramos los guardianes de tesoro, esperamos a mi padre. Comento con Emilio el sueño que he tenido la noche  anterior, y decidimos que como en mi sueño, tienen que ser más niños aquellos que compartan el placer de izar una cometa. Corremos hacía las casas de Junta obras del Puerto, para contarles a Manolito y a su hermana Lourdes, los planes que tenemos para esta tarde. Después de mucho suplicar,  convencemos entre todos  a la Sra. Carmen (la madre de nuestros amigos), para que los deje venir esta tarde.     Volvemos contentos para casa, convencidos que contra más seamos, mejor lo pasaremos.

 Mi madre nos pide que nos lavemos la cara y las manos. Y nos invita a que ayudemos a mi hermana a poner la mesa,  Es la hora de comer y mi padre esta a punto de llegar. Puntualmente y como todos los días laborables, a las tres de la tarde mi Padre  llega a casa. Como un ritual, nos va besando uno a uno tal y como salimos a su paso. Por fin nos sentados todos alrededor de la mesa, en el sitio de siempre.  Mi padre en la cabecera de la mesa, de derecha a izquierda a un lado de la mesa mi madre que reparte la comida sobre los platos, Emilio y la abuela María.  Enfrente Maribel, Juan Manuel, y yo. Cerca de mi padre, como el dice, cerca de su alcance por si acaso. Entre cucharada y cucharada, mi padre se va interesando de cómo ha ido la mañana a cada uno de los comensales. Nosotros les recordamos la promesa que nos hizo la noche anterior y el nos confirma que la cumplirá una vez nos levantemos de dormir la siesta. ¡¡ Oh no!!!, como odiaba la maldita siesta. Para un niño hiperactivo como yo, la siesta era una perdida de tiempo,  un paréntesis en mitad de la nada,  un suplicio. Desde nuestro lecho improvisado, una manta estirada sobre el fresco azulejo del piso de la casa. Nos llega a través de la ventana el ir y venir de las caretillas.  El trajín de las grúas vaciando el vientre de los barcos de carbón, y poco a poco Morfeo se adueña de mis sentidos.

 La excitación llega a su momento más álgido, la abuela María nos ha preparado la merienda en una talega. Dos grandes bocadillos de margarina con azúcar, cuatro pastillas de chocolate Oller. Una botella de agua, y algunas piezas de fruta. Ya esta todo listo para la marcha. Recogemos a Manolito y a su hermana y nos dirigimos hacia el cruce del paso Colón con el Paralelo. Inicio y final de la línea del 36. Se trata de un tranvía jardinera, que va desde la plaza del Carbón hasta Casa Antunez. Nuestro próximo destino. Desde la parada, veíamos llegar al tranvía con lentitud pasmosa. Hasta que entre rechinos de las ruedas de hierro y las chispa eléctricas que caían desde  la parte más alta de la catenaría, conseguía parar justo frente a nosotros.

Uno a uno bajaban los viajeros, tras ellos el conductor. Este de dirigía a la parte trasera del tranvía, y hacia girar la caña del trole hasta situarla en sentido contrario a la marcha. Una vez realizada, la maniobra, procedía a darnos la orden, para que los nuevos viajeros se acomodaran en sus respectivos asientos. Durante todo el viaje disfrutamos del aire fresco que nos brinda la sombra de la montaña. Ya que todo el trayecto discurría a pie de la montaña de Montjuich. Desde el tranvía jardinera, disfrutábamos de una hermosa vista sobre los muelles. Al fondo el rompeolas, más allá la línea del horizonte. Que separa el azul intenso del mar, del celeste blanquecino del cielo.

 Finalmente, el tranvía llegaba a Casa Antunez. Un grupo de pequeñas edificaciones, la más alta de tres pisos. Que tenían una particularidad  en común. Todos los bajos estaban ocupados por tiendas donde se vendían lapidas, cruces y figuras de mármoles. Ángeles alados, dolorosas y cristos de mármol frío. Que hacía que aquellas estatuas tomaran un aire siniestro, por lo que siempre procurábamos pasar deprisa por delante de aquellas imágenes  mortuorias. Un pequeño bar de barriada  y un par de floristerías con grandes coronas de muertos , formaban el conjunto. Todo aquello tenía una razón de ser, y es que Casa Antúnez se encontraba en la puerta del cementerio más grande de Barcelona. Este se extendía por la ladera opuesta de la montaña. La cara más oculta de Montjuich, aquella que no se pude contemplar desde la ciudad. Es la primera panorámica que la ciudad ofrece, a viajeros y visitantes que llegan a ella desde lo más profundo del Mare Nostrum. Mi padre nos  daba por ultima vez, las ordenes que había repetido durante la última media hora, “ no separaros de mi lado”.

Casa Antúnez, lindaba con una enorme extensión de terreno virgen por donde adentrábamos sorteando pequeñas dunas de  arena, hasta llegar a la frondosa vegetación de verdes y ligeras cañas. Estas, se encontraban a orilla de grandes lagunas de agua salada, sobre las que pesaban  tenebrosas historias. Aquellos intrépidos nadadores que se atrevían a nadar en ellas, eran engullidos por las negras aguas, sin que sus cuerpos volvieran a verse nunca más.  Aquellas historias, conseguían que el grupo de mantuviera atento y compacto mientras que desde el camino;  gritábamos como posesos para reclamar la atención de mi padre.  Una a una iba recolectando las cañas  más rectas y flexibles que sobresalían  por encima de las otras, consiguiendo en pocos minutos que cada uno de notros tuviera un par de ellas. Una vez los alejábamos de las lagunas y bajo la sombra de grandes eucaliptos,  entre risas jugábamos un  rato a corre-corre que te pillo. Cuando las fuerzas flaqueaban, nos sentábamos sobre las robustas raíces que los árboles y merendábamos las provisiones que la Abuela María había preparado en la vieja talega de ropa blanca.

El viaje de vuelta  siempre lo hacíamos en el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando.  Entrábamos al puerto por el Muelle del contradique y seguíamos las vías del ferrocarril, hasta llegar a mi casa. Recorríamos todos los muelles del puerto de Barcelona, pasando entre sus grandes almacenes. La mayoría de ellos repletos de exóticas mercancías. Montañas enormes de carbón, azufre, y cobre a granel. Pilas de troncos  de árboles tropicales y sobre todo grandes pirámides de sacos de café, azúcar y harinas llegadas de ricos y lejanos países. También pasábamos por delante de las puertas de Interfisa, era un altísimo edificio de ladrillo rojizo y sin ventanas. Recuerdo como mi padre nos  explicaba,  la razón del porque aquel edificio no tuviera ventanas. Se trataba de un enorme frigorífico, donde almacenaban aquellas mercancías que llegaban al puerto y dependían para su conservación mantenerse en frío.

 Pero si había algo que nos gustara de aquellos largos paseos,  por el corazón del puerto de Barcelona. Eran los barcos. Aquellos gigantes de hierro que permanecían atracados sobre sus tranquilas aguas. Atados fuertemente por gruesas amarras,  como si estas fueran raíces que los mantuvieran unidos a tierra. Algunos eran grandes, otros más pequeños. Unos de un solo color, otros de varios colores. Pero todos los barcos tenían grandes y humeantes chimeneas, por donde expulsaban grises columnas de humo. Durante aquellos paseos, aprendimos a distinguir la proa de la popa, estribor de babor, la eslora de la manga.  Sentados sobre los norais, intentábamos adivinar de que nación era la bandera que ondeaba en popa, cual era el nombre de su capital, o que idioma se hablaría en aquel país.

 Poco a poco y cuando la tarde ya empezaba a refrescar, llegábamos a nuestro patio. Sacábamos los materiales que durante la mañana mi madre nos había ido dando. Sentados en el suelo y formando un semicírculo frente a mi padre, nos disponíamos a ver como paso a paso aquel papel de periódico. Encolado con harina y agua, Iba formando una tela de araña entre las cañas, ya cortadas en media caña,  dispuestas en forma de aspa y  unidas por el centro con cordel de esparto.  Una a una las cometas tomaban forma, al mismo tiempo la animación y los nervios iban en aumento, por que en la siguiente fase  nosotros teníamos un papel más activo. Cada uno le ponía la cola a su cometa. Íbamos atando a un largo trozo de cordel, pequeños trozos de tela de diversos colores y textura. Una vez teníamos la cola terminada, la atábamos a la parte trasera de la cometa  y desde el centro de la misma atábamos uno de los extremos del ovillo de cordel que ya teníamos dispuesto sobre un trozo de caña que hacia de asadero.

Durante, el tiempo que había durado la fabricación de las cometas, se habían añadido al grupo Antoñito y Mariluz, ellos también tendrían su cometa. Juan Manuel y  Maribel y algún amigo de ellos, también participaban  del alboroto que se formo cuando todos caminábamos hacía fuera del patio, buscando un lugar donde el viento fuera algo más potente. Entre gritos y chillidos, íbamos solicitando la ayuda y los consejos de mi padre. Poco a poco las cometas fueron tomando vuelo. Habían  cometas que subían a gran velocidad, llegando a tensar de una forma violenta la totalidad del rollo de cordel. Otras caían de una forma perezosa hasta chocar con el suelo. Todo quedaba  en manos de aquella caprichosa brisa de poniente, que era realmente quien tomaba las riendas de nuestras cometas.

Una tarde más el sol, empezó a esconderse tras la silueta de Montjuich. Las últimas luces del ocaso se fueron apagando, dando paso una clara noche de verano. De nuevo la luna reluciente observaba con asombro, el jolgorio que formamos cuando volvíamos hacía el patio de mi casa. Todos intentábamos llamar la atención de mi padre,  con el fin de poder comentar las piruetas y los zics zacs que cada uno había conseguido. Situación que se repitió, cuando llegamos a mi casa y le explicamos a mi Madre y a la abuela María como habíamos hecho volar nuestras cometas. No duraron más de dos o tres días, ya que la fragilidad de las cometas era  evidente. Sobre todo porque los materiales que habíamos utilizado en su fabricación, ya por aquel entonces y sin tener conciencia de ello eran materiales reciclados. Tan de moda hoy día.

 Aquella noche volví a soñar con cometas de colores. Las mías nunca lo fueron pero el hecho de que fueran unas posesiones tan efímeras, hacía que año tras año. Ir a buscar cañas a Casa Antúnez para hacer cometas, se convirtiera en una tradición.   Aquella  fue una de tantas tardes de verano que viví  en mi infancia rebosantes de alegría y felicidad.  Tardes que se grabaron en mi memoria histórica a golpe de  cariño y amor. Rodeado de mis amigos, en la compañía de mis hermanos mayores y de Emilio. Bajo la tutela de mi abuela y de mi madre, pero sobre todo fue una vez más una tarde en la que disfrute de la compañía de mi faro, luz y guía.

 

F I N

José María Fdez. Gallardo

«LA PIEL DEL DIABLO»

 

 

 

 

 

 

 

 

2 comentarios en «LA COMETA»

  1. Sin querer ser indiscreta, ya te iva a preguntar por el relato que seguro tenías en el «horno»
    Como los demás y cada uno con su qué, ESTUPENDO. Abrazos

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