LA DAMA DE NEGRO ( Una visita inesperada )
Era un miércoles laborable, un día normal de primavera. Por el gran ventanal entraban los rayos de sol del mediodía, llenando el cuarto de costuras de luz y calor. También se colaba el bullicio desenfrenado de la actividad del puerto de San Beltran. Las sirenas de los buques de vapor, el humo de los trenes de carbón. En la radio sonaba, el último éxito de Gloria Lasso.
Recién llegados de colegio y mientras esperábamos la hora de comer, mi hermano Emilio y yo jugábamos de rodillas en el suelo con la canicas de cristales de colores. Ocupando el centro de la habitación.
Sentada en una silla de anea se encontraba María. María se casó muy joven, parió catorce hijos, pero solo le vivieron siete hijas y un varón. María era la madre de mi madre, María era mi abuela materna. María era una mujer de constitución fuerte. La cara de color rosado y el cabello blanco recogido en un moño sobre la nuca, su vestido negro, su delantal a cuadros, las medias grises y sus zapatillas negras.
Entre sus ágiles manos, el ganchillo con el que tricotaba hermosos rosetones de hilo banco que luego unía uno tras otro para confeccionar bellas colchas, para las ajuares de sus nietas. Siempre la tratábamos de Ud., pero su aspecto cotidiano y su carácter jovial, hacía de ella una persona cercana. Pieza indispensable para el buen funcionamiento de la cocina y de las labores domésticas.
Sabías que podías contar con ella en los buenos y en los malos momentos. Era el mejor consuelo después de una bronca paternal, la mejor financiación del capricho de turno y el apoyo incondicional para terminar los deberes escolares en las largas tardes de invierno.
En la otra silla de anea se encontraba sentada Isabel. Isabel tubo un novio, que lo mataron en la guerra, por eso jamás se casó. Dedicó toda su juventud al cuidado de mi padre y de su hermano menor que quedaron huérfanos muy pequeños. Isabel realmente era una tía de mi padre, pero igual que a María siempre la tramamos de Ud. y de abuela. Isabel era una mujer de pequeña estatura, de piel blanca como la porcelana. El cabello suelto en una corta y ondulada melena de color gris que casi siempre cubría con un velo de encaje negro que reposaba sobre sus hombros.
Normalmente vestía un pulcro y riguroso traje de chaqueta negro, medias negras y brillantes zapatos negros de charol. Algunas veces cambia su habitual vestimenta por un traje de color lila que ceñía a su cintura con un cordón dorado, como si se tratara de un cofrade por Semana Santa. Entre sus manos un misal de tapas negras y entre sus delicados dedos deslizaba con un sinuoso ritmo las cuentas negras de su rosario. Su aspecto señorial y su carácter serio, hacía de ella una persona distante de nuestras travesuras y alejada del trajín de las labores del hogar.
“ Vete, márchate, todavía no es mi hora “ . Nuestras cabezas se alzaron y nuestras miradas, buscaron la silueta de la abuela Isabel. Nuestros oídos habían reconocido perfectamente la voz que había pronunciado aquella frase.
Al comprobar que nadie había entrado en la habitación y que todo seguía igual que un instante antes, yo le pregunte a mi abuela Isabel ¿ Con quién estaba hablando? . Ella sin apenas inmutarse, me contesto que con esta dama de negro, que lleva todo el día revoloteando a su alrededor.
Emilio me miro y los dos simultáneamente, nos dirigimos a la abuela Isabel para explicarle que allí no había nadie. Ella con una leve mueca sobre sus labios, nos explico que aunque nosotros no podíamos verla, la dama de negro llevaba toda la mañana revoloteando para ver si conseguía que le acompañara.
Incrédulos e intrigados, Emilio y yo quisimos interrogar con un montón de alocadas y atropelladas preguntas a la abuela Isabel. Queríamos saber quién era aquella dama de negro que nosotros éramos incapaces de ver. Rápidamente la abuela María intervino, nos llamó al orden y no rogó que no molestáramos con nuestras tonterías a la abuela Isabel. Con tono autoritario nos mandó que recogiéramos las canicas y que nos laváramos las manos para comer, ya que mi padre estaba al caer.
Consciente del tono de amenaza con que la abuela María nos anunciaba la llegada eminente de mi padre a casa, salimos a regañadientes de la habitación de coser hacía el cuarto de aseo. Cuando no habíamos recorrido la mitad del pasillo, a la altura de la cocina, oímos como la abuela María reprochaba a la abuela Isabel su comentario, indicando que si asustaba a los niños, por la noche tendrían pesadillas.
Aquellas visitas inesperadas se repitieron en varias ocasiones, siempre con los mismos resultados. La abuela Isabel debía tener un don especial para negociar con aquella dama de negro, ya que durante mucho tiempo siguió asistiendo diariamente a misa de ocho en Santa Mónica, siguió visitando tres veces por semana en centro médico de Peracamps y viajó periódicamente hasta las Palmas de Gran Canaria , para visitar a mi tío Miguel. Allí fue, lejos de la ciudad condal donde la abuela Isabel un día decidió acompañar a la dama de negro.
Barcelona, 3 julio 2014