LA SILUETA DEL TURO DE MONTGAT
El agua del mar estaba fría, limpia y transparente. El azul ultramarino en la línea del horizonte contrastaba con el celeste brillante del cielo. Las aguas más cercanas a la playa se teñían de color turquesa, poco a poco el mar se ondulaba hasta crear unas tímidas olas de color verde vejiga que rodaban hasta romper de una forma suave en la orilla, envolviendo la dorada arena en un baño de blanca espuma. Atrás han quedado un año más, las fogatas, los petardos, el bullicio y la excitación de la noche más corta del año. Tumbados sobre la arena de la playa, el sol broncea nuestra piel y una brisa marinera refresca el ambiente. La playa se alarga y a lo lejos entre la bruma, sobresale su silueta. Esta tarde después de comer en el chiringuito , caminaremos por la orilla de la playa hasta el turo de Montgat. Sentados sobre el césped, en lo más alto del turó, contemplamos como el sol se va ocultando tras las montañas de Collserolla . La tarde se va adornando de dorados, rosas y violetas Sobre la desierta playa se va extendiendo la sombra alargada del turó de Montgat.
La nostalgia me invade y una vez más los recuerdos de mi infancia afloran a ras de piel. El atardecer que mis ojos contemplan , es el mismo atardecer que tantas veces disfrute desde el anden , cuando al final de un largo día de playa, cogido de la mano de mi madre esperábamos al tren que nos llevaría de vuelta a mi casa.
Recuerdo que aquellos domingos de playa, empezaban entre gritos y risas. El ambiente de la casa era festivo y mientras desayunábamos en el comedor, llegaba hasta nosotros el ajetreo de la cocina envuelto en un suave aroma a tortilla de patata que te abría el hambre de buena mañana.
En el paseo Colón, esquina avenida del Paralelo, cogíamos el tranvía. Como por aquel entonces el servicio público no disponía de aire acondicionado, durante la época estival la compañía metropolitana disponía de jardineras. Las jardineras no eran otra cosa que tranvías que circulaban sin cristales en sus ventanas y sin paredes en sus laterales, por lo que hacía más llevadero el calor estival, sobre todo en aquellas líneas que tenían su recorrido por los barrios costeros de la ciudad. Aquí empezaba la aventura dominical, ya que la jardinera llegaba a nuestra parada a reventar de gente y nosotros componíamos un grupo peculiar y multitudinario que intentaba abordar la jardinera, sin que ninguno de los miembros quedara en tierra.
La abuela María, mi madre, mi padre, mis dos hermanos mayores, Emilio y yo. Mi tío Cayetano mi tía Antonia y mis primas Maricarmen y Toni. Varias bolsas repletas de comida y barras de pan, parasoles de lona, un neumático de camión que hacía las veces de flotador y una sandía que como poco pesaba alrededor de los cinco kilos. Un empujón aquí y otro allí, el grupo siempre conseguía su objetivo. Cuando el tranvía llegaba a la Plaza Palacio, bajaban la mayoría de los usuarios, incluidos nosotros y el tranvía seguía su curso con los viajeros con destino al barrio de la Barceloneta.
Poco a poco todo el grupo se acomodaba en el tren que nos llevaría a nuestro destino. Tras el cristal de los grandes ventanales del vagón, contemplábamos los oblicuos rayos de sol que se colaban por la altísima y compleja estructura metálica que componía el techo de la estación. En las vías adyacentes, aguardaban pacientemente trenes encabezados de enormes maquinas que dejaban escapar nubes de vapor. Sobre los andenes, un ir y venir de pasajeros que se dirijian calurosamente a sus correspondientes vagones.
Después de un seco tirón , el tren comenzó a moverse dejando atrás la estación. Poco a poco de una forma sinuosa nos trasladaba hasta nuestro destino, que no era otro que la estación de Montgat. Por aquel entonces, Mongat no era más que una pequeña población pesquera, que había sido engullida por las zonas industriales de Barcelona en plena expansión, invadiendo sus playas e instalando en primera línea de mar, grandes fábricas de químicos.
Cuando el tren paraba en el apeadero, cruzábamos las vías y caminábamos trescientos metros por un camino de tierra que transcurría paralelo entre las vías del tren y la tapia rotulada con el logotipo de la fábrica “ Lejía Conejo “ . Al doblar la esquina , te encontrabas con unas edificaciones de madera pintadas de un celeste chillón y sobre el quicio de la puerta un cartel en semi luna, con grandes letras de color blanco donde podías leer “ BAÑOS VIRGEN DEL CARMEN “
Por fin y después de dos eternas horas, llegábamos a nuestro destino. Los baños eran un recinto compuesto de algunas casetas y cada una de ellas tenía un fin específico. Unas se utilizaban como vestuario, otras como aseos. Dos enormes casetas con la función de cocina y bar ocupaban el centro del recinto junto a un espacio amplio repleto de largas mesas de madera con manteles de plástico, franqueadas por bancos también de madera pintada del mismo color celeste que la fachada. El techo estaba compuesto de un cobertizo de caña cruzada, que permitía el paso de la brisa marinera , pero impedía el paso de los rayos del sol, por lo que la atmósfera sombreada que ofrecía daba una cierta sensación de frescor. Sobre la mesa asignada por el encargado correspondiente, se ponían las bolsas con la comida y mientras los demás corríamos hacia la playa, la abuela María quedaba al amparo de la sombra vigilante de nuestras viandas.
La imagen de mi madre, cogiendo de una mano a mi hermano Emilio y de la otra a mi , donde apenas el agua de la ola cubría los dedos de los pies, es una de las primeras imágenes grabadas en mi memoria histórica. Menos mal que mi padre no tardaba mucho en rescatarnos y cogidos de sus manos nos adentraba hasta donde las olas rompían y allí junto a mis hermanos mayores en un mar de espuma blanca, entre revolcones y ahogadillas, nos esforzábamos por subir al enorme neumático que utilizábamos de flotador. Después llegaba la hora de la comida, empanadillas de atún, tortilla de patata y un buen trozo de sandia. Era mi postre favorito, cada bocado era un premio para nuestro paladar. Todavía recuerdo como se iba deslizando por mis antebrazos hasta llegar a mis codos , el dulce néctar de aquellas enormes sandias que mi tío Cayetano siempre se encargaba de comprar.
Maldita digestión, cuantas horas de baño me robo en mi niñez. Dos horas en las que teníamos prohibido totalmente tocar el agua, “podíamos tener un corte de digestión y eso era terriblemente peligroso “. Dos horas eternas en las que el tiempo apenas corría y en las que intentabas pasar haciendo alguna travesura y jugando con mis primas, mientras los mayores dormían la siesta bajo la sombra. Pasada las dos horas, volvíamos a bañarnos, otra vez con mi padre , allí donde rompe la ola y desde la orilla, como yo era el más travieso, siempre llegaba la misma amenaza “ Josemari, como te ahogues te mato”
El día siempre terminaba en el anden de aquella estación, porque la excitación, el cansancio y el vaivén del tren que nos devolvía a casa , siempre conseguían que terminara durmiéndome entre los brazos de mi madre. Los recuerdos de la niñez siempre están envueltos en un alo de melancolía, pero mientras escribo me doy cuenta de que no todo era tan idílico. Recuerdo que la playa de Montgat , sufría por aquel entonces el constante y feroz ataque ambiental de la cercana zona industrial. Nadie hablaba de los atentados ecológicos , del medio ambiente y mucho menos del cambio climático. Proteger la biodiversidad y disminuir la contaminación eran algo que la vecina fábrica de lejías, ni se había planteado. Por eso la arena de aquella playa de Montgat , tenia más de tierra que de arena. Su color lejos del color dorado de la arena, se acercaba más a la gama de los grises y en algún punto rozaba el color cris oscuro. Según la marea, el azufre y otros químicos vertidos a pocos metros de la costa, podía cambiar en pocos minutos el color azul turquesa del mar, por un amarillo ocre, que hacia que los bañistas desistieran de nadar en aquellas aguas.
A principios de los sesenta comenzaron a llegar a nuestras costa los primeros turistas y con ellos, uno de los motores del desarrollo económico. La entrada de divisas ligada a la afluencia de veraneantes se tradujo en un impulso considerable al proceso de modernización del país y sobre todo de nuestras playas . Junto al bikini y a la minifalda también llegaron las banderas azules. El encuentro personal directo entre turistas y residentes facilitó el acceso de la población española educada bajo el franquismo a las pautas de actuación social, moral y cultural de los países de su entorno geográfico.
Hoy día los españoles viajan a países lejanos, buscando playas idílicas, pero yo sigo prefiriendo las playas del “ Marenostrum”. Desde Algeciras hasta Estambul como dice la canción, quizás porque mi niñez sigue jugando en aquellas playas donde el color de la arena rozaba el gris y el mar se teñía de amarillo, donde chicos y mayores aspirábamos a ser un poco más libres y un poco más felices.
Julio 2015
José Mª Fdez. Gallardo