VIAJANDO CON ELVIS
La luz del sol se reflejaba de forma que el habitáculo se llenara de una telaraña luminosa de mil colores. En la parte central , aquella figura femenina con la tez color canela, el cabello oscuro rizado. Las formas redondeadas de aquel insinuante cuerpo de mujer, estaban cubiertas por una especie de traje de fibra vegetal.
Del cuello colgaba un collar, elaborado de bellas y olorosas flores tropicales. Sus voluminosos pechos acorazados por dos mitades de cocos, dejaban entrever un escote vertiginoso que te conducía directamente al ombligo que lucia descaradamente, a modo de ojo de huracán del deseo, en el centro de su vientre. Tantos sus muñecas, como sus delicados tobillos, estaban adornados de hermosas pulseras de conchas de mar. Sus pies descalzos, altares cargados de puro fetichismo.
A la derecha, un fornido cuerpo masculino. Pelo oscuro, formando un gran tupe. Enormes patillas y los ojos ocultando las indiscretas miradas tras oscuras gafas de sol. Chaquetilla corta, con gran cuello. Pantalón apretado, con grandes patas de elefante. Las dos prendas eran de un color rojo granate, adornadas en toda su extensión por brillantes lentejuelas. En la mano izquierda, una especie de micrófono y su brazo izquierdo totalmente extendido hacia la figura femenina. Mas allá un pequeño perro blanco, sentado sobre sus patas traseras, era testigo de lo que a simple vista parecía una declaración de amor.
Pero si había algo que marcara aquella escena, sin duda era su ritmo. Un ritmo que hacia que las tres figuras, se movieran de una forma acompasada. A modo de baile trivial, cada cual sincronizaba sus movimientos con los movimientos de su más cercano vecino. Por lo que todo quedaba en una danza sinuosa y cansina. En mis oídos, retumban el sonido de unos tambores, como llegados desde el mismo corazón del desierto del Sahara. Podía oír cientos de voces femeninas que interpretaban pegadizas melodías de lejanas tribus africanas.
De pronto sentí que alguien pronunciaba mi nombre, y lo que un instante antes solo era confusión, se convirtió en algo cotidiano. Era Fran que me preguntaba, pon donde debíamos girar. Colgado del espejo retrovisor, la bola de espejitos. Como la de las discotecas de los años sesenta. Sobre el salpicadero del pequeño utilitario de mi amigo, no paran de moverse la bailarina hawaiana. Elvis, el rey del rock and roll y el pequeño perro de cabeza movil.
Adornos que siempre me han parecido una demostración de mal gusto, pero que el cincuecento de Fran tiene un encanto particular. Una vez más le recuerdo a Fran lo que pienso de aquellos adornos, “Seguro que cuando bajemos del coche, estas figuras tomaran vida propia. Elvis ara el amor con la bailarina hawaiana, y el pobre can será testigo de ello.”
Llegamos a nuestro destino y aparcamos. Extrae del radiocompac el disco CD que le regalo el guía, en su último viaje a Tunez. Del parkimetro, sacamos el tiket comprobante, como siempre a falta de dos minutos para las catorce horas. Cualquier día nos multaran. Una vez más, comemos en el chino y vuelta al tajo. Que duro es siempre volver por la tarde, a finalizar la jornada laboral.
Barcelona, enero 2006