MI VERDADERA PATRIA
Cuando yo era un niño, vivíamos en un espacio habilitado como vivienda, en un gran almacén del recinto portuario de Barcelona. Teníamos un patio de arena que era enorme, olía a salitre, a tierra mojada y a hierbabuena. Estaba rodeado de altas rejas de hierro y en el centro dos grandes pilares de piedra en forma de columnas que soportaban una enorme puerta también de hierro, por donde se entraba a nuestro íntimo mundo infantil. Allí nos sentíamos protegidos y a salvo de cualquier persona o cosa que pudiera venir del exterior.
Por el transitaban mercancías exóticas de aromas tropicales, troncos de árboles cuyo diámetro doblaba nuestra altura, fardos de tablones de maderas nobles, balas de algodón blanco, enormes palets con sacos repletos de cocos, de cacao, de caña de azúcar, que llegaban de tierras lejanas en grandes barcos con sus humeantes chimeneas. Sus tripulantes eran de diversas razas, que después reconocíamos en los libros de texto.
Cuando llegaban los largos y cálidos días del verano y con él, las deseadas vacaciones escolares, vivíamos en el patio nuestros mejores momentos de la niñez, ya que teníamos la oportunidad de jugar de sol a sol a todo aquello que nuestra incansable imaginación era capaz de maquinar.
También disponíamos de otra área de juego, se trataba de una “ ZONA PROHIBIDA” por mis padres y restringida por los guardamuelles. Como todo lo prohibido, esta zona emitía una atracción adicional y nos atraía con tal fuerza que a la menor oportunidad nos adentrábamos con frenética pasión. Recuerdo lo mucho que disfrutábamos viendo trabajar a los portuarios, normalmente de constitución fuerte, con sus fajas negras y en la mano un gancho al estilo del Capitán Garfio. Con la ayuda de cintas continuas, formaban saco a saco grandes pirámides al estilo Azteca, desde lo más alto de ellas espiábamos a las grandes grúas, que con sus cucharas, arrancaban de las bodegas de los barcos azufre de un color amarillo intenso o carbón negro como el tizón; colores que impregnaban nuestra caras, nuestras ropas, delatándonos posteriormente al llegar a casa, que veníamos de la zona prohibida.
Otra de las grandes atracciones prohibidas era subir al tren. A veinte metros del patio teníamos una pequeña estación de RENFE donde cientos de vagones llenos y vacíos esperaban en vías muertas, a que las máquinas de carbón, echando grandes nubes de vapor que nos envolvían a su paso, realizaban las maniobras con movimientos lentos , los cuales aprovechamos para subir al estribo hasta que el empleado de turno nos amenazaba con avisar a mi madre, lo cual ponía fin a la aventura.
¡ Cuántas travesuras era capaz de realizar ! Siempre me dijeron que era como la piel del Diablo. Yo era de goma y cayera de donde fuera siempre rebotaba , aunque alguna vez fuera maltrecho. En aquel tiempo , mi padre abría el bote del jarabe de palo y aplicaba sobre mi trasero una buena dosis, que calmaba mi hiperactividad durante unos días y hasta la próxima travesura.
Jamás me sentí un niño, física o psicológicamente maltratado, sobre la balanza siempre pesaba bastante más las veces que se abrió el bote donde mi padre guardaba: la comprensión, el mimo, el cariño y amor con los que educó a sus cuatro hijos.
Casi nada sabíamos de otras vivencias, morales o ideales, pero sí creo haber sido consciente durante toda mi infancia, que todos los miembros de mi familia poseíamos un tesoro inagotable de amor y felicidad. Por ese motivo, cuando relato los recuerdos de mi infancia, lo hago con un sentimiento de orgullo. Fuimos unos niños privilegiados, no tuvimos Playstations, ni Mintendo 64 , tampoco videos juegos, ni veinte canales de televisión, pero teníamos un entorno apasionante que nos envolvía, donde nos sentíamos libres y amados. por esta razón siempre he mantenido esa frase que leí hace algún tiempo, del poeta Rainer Maria Rilke, como una de mis mayores creencias. “ La verdadera patria del hombre es la infancia “ ….. sin lugar a dudas.
Barcelona, 4 Mayo 2019